El Perú atraviesa una de las etapas más críticas de su historia reciente, marcada por una creciente inseguridad ciudadana, una justicia debilitada y una corrupción que parece estar enraizada en todos los niveles del poder. Este panorama actual no es una casualidad ni un fenómeno aislado. Tiene raíces profundas que se remontan a uno de los capítulos más oscuros del país: el régimen de Alberto Fujimori (1990–2000), cuyo legado de corrupción e impunidad sigue teniendo efectos devastadores en la estructura política e institucional del Estado peruano.
Durante su década en el poder, Fujimori implementó un modelo autoritario que concentró todos los resortes del Estado en manos del Ejecutivo. El autogolpe de 1992, con el cierre del Congreso, fue el punto de quiebre en la democracia peruana. Desde entonces, el gobierno fujimorista manipuló el Poder Judicial, cooptó a las Fuerzas Armadas, utilizó los servicios de inteligencia como aparato de represión y control, y corrompió a los medios de comunicación para imponer una narrativa oficial. Todo esto fue dirigido por Vladimiro Montesinos, operador político del régimen, quien tejió una vasta red de corrupción que involucró a jueces, fiscales, militares, empresarios, congresistas e incluso periodistas.
Aunque Fujimori fue finalmente condenado por corrupción y violaciones de derechos humanos, muchas de las prácticas instauradas durante su mandato permanecieron. La cultura del clientelismo, el uso político de la justicia, la compra de lealtades y el debilitamiento institucional se convirtieron en mecanismos casi normales de la política peruana. No se trató simplemente de corrupción individual, sino de la instauración de un sistema donde la legalidad fue subordinada a intereses políticos.
Hoy, el Perú enfrenta los efectos de ese deterioro institucional: fiscales presionados, jueces cuestionados, partidos políticos sin legitimidad, fuerzas del orden debilitadas y una ciudadanía desconfiada de sus autoridades. La inseguridad se ha disparado, muchas veces con la complicidad de autoridades corruptas, y la impunidad se mantiene como regla general en los casos de alto perfil.
Por eso, entender el legado de Fujimori no es mirar al pasado por nostalgia o revanchismo, sino una necesidad para enfrentar con seriedad las causas estructurales de la actual crisis. Reconocer que el debilitamiento de las instituciones comenzó con un modelo autoritario y corrupto es el primer paso para construir un país con justicia, memoria y futuro. Solo así será posible evitar que los errores del pasado se repitan, disfrazados de “mano dura” o de falsas promesas de orden.
