ELLOS

  –En el colegio Abel estaba enamorado de Linda, ¿recuerdas? En esos años se derretía por ella. Y a veces las chicas lo sorprendían mirándola embobado y le hacían pasar vergüenza. ¿Por qué nunca se le había declarado? La primera vez que se hablaron él sudaba, no encontraba palabras, por ratos tartamudeaba, y ella comprensiva, sonriente, lo trataba bien. Él pensaba: “Qué buena es; me ayuda a no sentirme tan nervioso”.

   En cuarto lo habían cambiado de sección junto a Cabezón y Chanchurro. Ahí la había conocido. Miren, qué bonita, sí, la chica de adelante, ¿cómo se llamará? Y después supo que se llamaba Linda. Y se animó más cuando supo que estaba sola, aunque por ahí la afanaban algunos.
  Ese año se hizo poeta. Se le veía en la biblioteca durante las tardes, leyendo y escribiendo. A veces hasta se escapaba de las clases. La bibliotecaria, como le tenía aprecio, lo escondía en su oficina. Y él se quedaba ahí hasta la salida. Eso sí, la señora Nelly tenía la primicia de los poemas que escribía. Sus ojos cincuentones aún se emocionaban con los versos de amor. Y bueno, según ella contó una vez, le emocionaba la idea de esconder a ese muchacho que ardía de amor y que quizás algún día podía ser un famoso poeta.

   Pero la poesía no le sirvió de nada. Giancarlo ligó con Linda. Y Abel dejó la poesía por el anisado. Se le veía los viernes, sobre todo, al lado de Chanchurro, Moncho y el Chato bebiendo al lado de la losa deportiva. Las chicas que pasaban por ahí a la salida del colegio los veían con lástima, sobre todo a él. Chanchurro decía que cuando más borracho estaba se subía a la grada más alta y ahí se mandaba con unos poemas que hacían llorar. Luego bajaba y había que abrazarlo para que no se desmorone. En ocasiones se ponía a cantar “Linda”, de Daniel Santos:

Yo no he visto a Linda
parece mentira
tantas esperanzas
que en su amor cifré…

   Y con eso lloraba, si lo vieras. Había que llevarlo a su casa, así: todo hecho. Su mamá ya no nos decía nada, bajaba la cabeza, avergonzada, acuéstenlo en el mueble por favor. Eso duró hasta que llegó su papá de viaje. Su padre lo plantó en una. Dicen que un día le dio de alma que ni el anisado le entraba. Pero algo bueno trajo esa golpiza. De ahí se dedicó a los estudios. Ya no faltaba a clases. Mandó la poesía al carajo y quemó todos sus poemas de una forma ritual, detrás de los pabellones, en el descampado.

  Ya no se le vio con los borrachos. Incluso casi obtuvo una diploma. Pero todo fue por darle gusto a su papá. En el fondo se moría, se desgarraba su espíritu. ¿Acaso no le dolía ver a Linda con Giancarlo? Desde luego que le jodía, pero se hacía el loco y llevaba las cosas por otro lado. Solo en las pichangas se desquitaba. Una patada o un codazo a Giancarlo de forma disimulada limpiaban en algo su honor. Eso fue así hasta que terminó el colegio, pero ese es otro cantar.

  –A mí Carmen me contó que una tarde ellos se encontraron en el carro, rumbo a Surquillo. Al principio dice que no se reconocieron: algo así como cuando ves una cara conocida, pero no te acuerdas. Sin embargo, se siguieron mirando, disimuladamente, y al hacerlo sus ojos se encontraban, hasta que por fin una risa de Linda dio por finalizado el reconocimiento. Entonces Abel se sentó a su lado y conversaron primero sobre la gente de la promoción, luego sobre ellos, de sus vidas. –
  • –Trabajo en un taller mecánico.
  • –¿Y sigues escribiendo poemas?
  • –No, ya no. Eso fue una cosa del colegio. Y los que tenía los quemé el último año.
  • –¿Por qué?
  • –Pues…Porque la chica que los inspiraba no llegó a estar conmigo.
  Y ahí se miraron a los ojos un buen rato, no sé cuánto, y luego ella los bajó algo avergonzada. Palideció. Abel no sabía qué decirle. Aunque mientras duró ese silencio recordaba frenéticamente los años del colegio y volvía a amarla. ¿Te das cuenta? Volvía a sentir lo mismo de los dieciséis, volvía a verlos a los dos con el uniforme azul y la camisa blanca caminando por el pabellón, conversando de banalidades, cierto, pero conversando, eso era lo importante. Después él rompió el silencio: 
  • –¿Te acuerdas del Gringo?
  • –¡Ah, sí! Era medio loco, ¿no? –respondió Linda, recobrando su color.
  • –Algo sí, pero era un buen tipo. Recuerdo que en un recreo tuvimos un roche con los de 5°C; entonces pactamos una pelea para la salida. Nosotros éramos pocos: Chato, Cabezón, Chanchurro, Kike, Quijadita, Cachete, Moncho, Okeysito, Baby Huey y yo. Los de la otra sección eran como veinte. “¡No hay que arrugar, no hay que arrugar!”, gritaba el Chato, mientras se colocaba detrás de todos. Y empezó la pelea. Antes nos habíamos terminado una botella de corto en el baño. Por eso arrancamos con fiereza. Dábamos y dábamos, pero después nos llegó el cansancio y creo que en medio de la lucha habían llegado más de ellos. A mí ya me dolían las manos y la cara. El Chato seguía atacando a las piernas, pues hasta ahí no más llegaba. Cabezón estaba más cabezón porque le habían salido dos chichonazos en la mitra. A Chanchurro lo habían vuelto chanchurrito de tanto golpe. Cachete resistía, pero ya lo habían dejado más cachetón de tanto puñete en las mejillas. Moncho ya estaba en el suelo: le habían dado un patadón en el monchito… Bueno, ya íbamos a perder, en eso no sé cómo aparece el Gringo corriendo con un par de escobas y golpea en la cara a dos de 5°C; luego a otros dos, y así, así. ¡Parecía el griego Aquiles! Los del otro salón se acobardaron y salieron volados. Nosotros nos íbamos a quedar en el lugar de la batalla a celebrar la victoria. Pero al rato llegaron corriendo dos señoras de la limpieza pública: “¡Mis escobas, pendejo!”, y detrás de ellas tres serenos. Así que huimos para el cerro y salimos por las chacras. Desde ese día el Gringo se hizo nuestro amigo y el guerrero más insigne de la mancha.
  • –¡Aaasu! Ahora ya sé por qué después lo trataron como rey. 
  • –Y no solo eso, hasta le presentamos chicas. A Roxana, por ejemplo, con quien al final se casó.  
  Esto último le causó más risa, porque Roxana decía que al último hombre al que aceptaría sería al Gringo. Y ya ves qué pasó. Después no sé qué más le contó del Gringo. Aunque cuando por casualidad le insinuó lo de su esposo, ella esquivó el asunto y le habló de sus  hijos:
  • –Los martes me quedo con ellos; ese día una amiga se encarga del puesto; los llevo al colegio y los recojo. A veces vamos al cine y la pasamos lindo.
  • –¿Cómo se llaman?
  • –El mayor Diego y el menor Gabriel. Son mis amores.
  Los ojos le brillaban cuando hablaba de ellos. Y su rostro se encendía, inspiraba inocencia, pureza, felicidad, aunque con un leve manto de tristeza. Se notaba que ya no pensaba en su exmarido, que su vida se resumía a sus hijos y ahí acababa. No sabes: generaba ternura. Y él deseaba acariciarle las manos, abrazarla, pero así, sanamente. Había sufrido mucho.

–Lo sé, un día Carmen lo contó también. 
–Sí, pues, una joyita había resultado su esposo.
 –Dice que cuando se casaron se fueron a vivir a la casa de la mamá de Linda. La señora feliz porque su esposo hace unos años había fallecido y no se quedaría sola. Además estaría contenta con los nietos.
–Y al principio fue así. Tuvieron hijos y las cosas iban bien. Pero luego su marido le entró a los tragos y no había fin de semana que no apareciera borracho.
–Creo que hasta estuvo con otra, ¿no?
–Bueno, eso no sé, pero el tipo llegaba hasta las patas a su casa. Al principio la mamá de Linda y ella lo toleraron.
–Pero de ahí vino el primer golpe, la primera agresión a la mujer que Abel tanto amaba.
–Y hasta eso, imagina, las dos se lo tragaron, pero la segunda vez que la golpeó la señora ya no aguantó más:
  • –¿Ahora sí lo dejarás? 
  • –Sí –respondió Linda, avergonzada, limpiándose la sangre de los labios.
  • –¡Abusa porque no hay un hombre en la casa! ¡Pero ya se jodió! Mañana mismo lo denunciamos.
   Pero ella no quería denunciarlo: lo amaba. Al regresar en la noche él le había pedido perdón: ya nunca más pasará, yo te amo mucho, sí, mucho, ha sido el estrés del trabajo, sí, eso, y se arrodillaba ante ella y se golpeaba el rostro y lloraba, y cada vez se daba más fuerte hasta sacarse sangre, y ella está bien te perdono, y se abrazaban y lloraban juntos. Al día siguiente, él la engreía: mi reina por aquí, mi reina por allá, y le traía rosas. Y Linda: ay te amo. Y creía que desde ese momento todo sería distinto, se llenaba de esperanzas, ¿sabes? Hasta que pasó lo último.

   Ese día su mamá no estaba. Dos vecinas la vieron en la puerta de su casa sangrando, pidiendo ayuda, desesperada. Al toque la auxiliaron. Adentro el marido vociferaba, decía lisuras. Cuando vio a las señoras con Linda se puso como loco. “¡Váyanse, viejas, váyanse!”, pateaba la puerta, escupía. Casi le falta a la señora Lita. Por suerte aparecieron los de la carpintería y lo sacaron a golpes. El tipo aguantó al inicio, pero al rato el cuerpo ya no le dio para más. Se fue insultándolos, cachudos, imbéciles. Y ellos cállate maricón. Y desde ese día no apareció más en su barrio.

– Ojalá nunca más aparezca.
–Cómo son las cosas, ¿no? Qué hubiera sido si Abel se le hubiese declarado a Linda en el colegio. Quizá se hubieran casado y ella no hubiera pasado por eso. Porque Abel siempre fue un buen tipo. 
–Seguro que sí. Pero recuerda que ellos sí estuvieron.
–Uhm…
–Pero no realmente. Solo en una actuación.
–Ah, la vez que en Literatura actuamos.
–Sí, y en nuestro grupo representamos Otelo.
–Claro, y me vaciló porque yo fui Otelo y pude ahorcar a la pesada de Leslie, que hacía de Desdémona. Aunque luego se quejó: “¡Oye, estábamos actuando nomás; mira cómo me has dejado el cuello!”. 
– Ja, ja, ja. Qué tal relajo, ¿no?
–Fue un mate de risa. Porque además los del grupo de Víctor representaron Hamlet. Y él y Benito aparecieron vestidos con unos sacos de papas todo sucios y peleando con unas escobas que les servían de espadas.
–La gente se carcajeó con su pelea. Algunos dijeron que en el recreo sus mamás vinieron a hablar con el profesor: “¿Por si acaso mi hijo no ha traído una escoba al colegio? Ha desaparecido la que tengo en casa”.

–Ah, verdad, ¿no? Qué palomillas.
– ¿Y Linda?
– Linda estuvo en el grupo de Abel. Él hizo de Romeo y ella de Julieta.
–Cierto, la famosa escena del balcón.
–Ese día Abel se lució. Parecía actor profesional. Era como si las palabras le salieran del alma, los versos le afloraban de forma natural. Varios se conmovieron.
–Pero Linda no se quedó atrás: ¡Ah, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres Romeo? Niega a tu padre y rechaza tu nombre, o, si no, júrame tu amor y ya nunca seré una Capuleto.
–¡Hasta te lo aprendiste!
–Es que ella lo dijo bacán. Y no sé, esa frase se me quedó clavada en el alma.
–¿Crees que ellos aún recuerden ese día?
–Yo creo que sí. Fue un momento especial. Quizá en alguna ocasión hayan deseado que la vida fuera así: bella como una obra literaria, perfecta.
–Pero la vida no es así.
–Y jamás lo será.
–Jamás, amigo. Jamás.

Luis Sulca Romero